Soy parte de una generación de cuerpos mutilados, deshechos. Un rotor instalado en mi memoria que da saltos cada vez que se le roza de algún modo. Abracé la pintura, en su concepción estética más depurada, como quien se asga al último eslabón a punto de romperse de una fatídica cadena. Me até alrededor de la escultura no pudiendo concebir ningún tránsito no efímero, finito generalmente antes de tiempo. Viví de las imprecisiones y me mantuve funámbula en mi cuerda, siempre floja. Soy artista porque respiro, lo seré mientras respire. Mi condición de mujer y su marginación constante de cualquier sociedad me obliga a repasar cada día las pequeñas certezas. Enmudezco ante la exhibición de nuestras heridas siempre abiertas. He pintado con los cinco sentidos y el alma anudada a un pincel de brocha gorda y cerdas desparramadas. Conozco los rudimentos de todas las artes, las formas particulares de sus lenguajes, a todas las he explorado entre los rezos que no he practicado y la dosificación de la esperanza. Soy madre de tres hijas mujeres, me siento responsable de ese linaje imperfecto, subversivo y revolucionario. Quise tomar la calle con mi trabajo porque las calles de mis años jóvenes fueron de pelea y muerte. Cuerpos destrozados. Bombas, fusiles, ametralladoras. Y porque sólo lo instantáneo, lo proverbial, lo colectivo, lo efímero en suma, permanece, he tomado la calle para que se poblara de otras voces. Soy feminista. Indiscutiblemente. Lo único a lo que no puedo renunciar es a mi condición de oprimida por mujer. De todas las otras variables puedo apostatar. Considero mi trabajo feminista aunque aún me cueste el dolor y la sonrisa hablar de cuerpos destrozados, arrojados vivos al mar, despojados de sus hijos-hijas, y asesinados. La literatura ha venido a redimirme para que el linaje no se rompa y la historia continúe.
Mi trabajo, desde 1967 en que acabé la primera etapa de estudios de Bellas Artes, estuvo contenido por diferentes soportes, la mayoría desechables, en los que volqué como uno más de mis fluidos corporales ríos de pintura acrílica. Participé siempre en las pequeñas batallas cotidianas, armada de mi paleta y mi pincel. Seguí las voces del pueblo, mis pálidas voces interiores y las adivinadas voces de mis compañeras y compañeros caídos. Yo, además pintaba.
Hice escultura en la Escuela Superior. Fui tres veces madre.
Hice Pintura mural como postgrado.
En democracia grité y acompañé las reivindicaciones de las madres y de las abuelas de la Plaza de Mayo. Con ellas aprendí, ente miles de cosas, la importancia de los procesos artísticos a cielo abierto. Allí por donde pasa la gente y tropieza, y participa, y hace suyo tu discurso, que jamás ha sido tuyo totalmente. Abrevé de las corrientes más contemporáneas representadas en Argentina por la pionera Marta Minujín. Entendí que mi querida pintura de caballete, que tantas satisfacciones me había dado, ya casi había cumplido su ciclo vital dentro de mí.
En Europa conocí el ser extranjera. Extranjera de todas las cosas y vacía de todas las posesiones, casi paria. Y pinté porque aquí sí la pintura era intercambiable por comida, por un alquiler, por ropa para mis hijas, por medicinas.
Esperé. Siempre esperamos y mal el día en que dejemos de esperar. Y regresaron, envueltas en olas como los cuerpos de las avionetas, las ganas irrenunciables de tomar las calles. Y la posibilidad de hacerlo.
Años de disparar balas de salva, de dar vueltas en una noria aguardando a que el rotor marcara los tiempos.
Pero, en definitiva:
¿Quién soy yo?
Mi habilidad para cambiar de forma está ahora mismo en cuestión, no obstante lo cual conseguí trabajar en un circo durante mi juventud. Claro está que la propuesta era ahorrar personal, mantenimiento, seguros…, de manera que quienes teníamos poca o mucha inclinación a convertirnos en otra cosa, pongamos por caso focas que jugaban con una pelota para delicia de adultos bobos e infantes despistados, y, en otros momentos, podíamos subirnos, por ejemplo al trapecio, teníamos asegurado un empleo. Ni muy estable ni muy bien pagado, pero un empleo. Yo, para mayor ventaja, podía permanecer de pie sobre una cuerda y andar hasta que el personal desfalleciera de aburrimiento. En esos momentos, cuando la gente se olvidaba de mi presencia, comencé a hacer dibujos desde arriba: bocetos de las cabezas de los calvorotas, de los peinados cardados de las mujeres, de las macro cabezas de niños y niñas. Cuando yo misma me aburrí empecé a escribir relatos. Cortos o largos, según el día. Después hubo un ERE intempestivo y la dirección decidió privilegiar el empleo de los que podían ser a la vez personas y elefantes. Lo intenté, pero no me fue posible, así que el circo se fue con la música a otra parte, y yo, entre muchos otros, a la cola del paro. Desde entonces busco una altura importante desde la que mirar el mundo para poder describirlo (y que alguien me arroje pescado fresco para interceptarlo en el aire. Se me ha quedado la costumbre...)
Y ahora os los cuento en tercera persona:
Luz Darriba nació en Montevideo, hija de la diáspora gallega y asturiana. Gozó del paisito Suiza de América hasta los quince años, cuando las tormentas azotaron los sitios más calmos. En Buenos Aires aprendió a exagerar el uso de la ye, a pintar, a dibujar, a hacer escultura, grabado, abrir la puerta para ir a jugar y hacerse invisible cuando los malos dejaron caer, durante casi una década, sus botas lustradas y sus sables filosos. …“ Yo fui una privilegiada: el gran monstruo me ignoró a su paso. Sólo pude conjeturar su malignidad y meter la culpa en las entretelas del único abrigo que salvé de la catástrofe. Pero los bramidos no dejaban lugar a dudas. Al lado de mi casa se torturaba”…1
Comenzó su periplo por el mundo que la alejó, cada vez más en kilómetros y menos en distancia emocional, de aquel sur imaginado y real al mismo tiempo. Ha parido tres maravillosas criaturas, pintado hasta gastar la cerda de los pinceles, llenado las calles de varios sitios emblemáticos con lo que ella llama arte urbano social. Le han dado muchos premios, pero no los suficientes para que se lo crea. Que al final, cada quien es quien es, y por allí abajo casi no han florecido más que molestos individuos antisistema. Fue capaz de construir una muralla con 659.000 libros y de dotar a la Puerta de Alcalá de una efímera biblioteca solidaria. Pero sigue siendo la hormiguita uruguaya como la apodó el profesor Pérez Esquivel, Premio Nobel de la Paz 1980, porque nada ha cambiado, al menos para bien. Y hay que seguir peleando por todas y todos los que no están, porque sí, para que haya futuro. Tras poner libros en cuantos sitios se lo permitieron, y forrar plazas con telas para reclamar por la violencia contra las mujeres, decidió que tenía historias para contar en negro sobre blanco. Forma parte de TFAP (The Feminist art Project), del IMOW (International Museum of Women), del Museo de las Mujeres de Costa Rica, formó parte del staff de la revista virtual Foeminas, pionera en el estado sobre género, participó de la elaboración del Primer Plan de igualdad entre hombres y mujeres de Lugo, es articulista en distintos medios -siempre para hablar de género. Acumuló premios y exposiciones de las que cuenta algo Wikipedia.
Y no ha parado desde que algún irresponsable pronunció esa odiosa palabra de seis letras que tan poco se parece a oportunidad, digan los orientales lo que digan. Así que, por favor, no dejéis de arrojarle pescado, aunque es vegetariana lo pillará en el aire.
En la actualidad está trabajando de forma multidisciplinar con los diarios del viaje de su madre como polizona junto con su padre a América. Tiempos muy duros para las mujeres, tiempos muy duros para la vida.